Terminó el Santo Entierro, otro Viernes Santo llega a su fin. Se empieza a ver el final de la Semana más esperada por los cofrades, esta vez durante más tiempo de la cuenta.
Tres años de espera, tres años en los que los costales solo han salido para seguir creando esa extraña ilusión en hermanos, primos, sobrinos o hijos.
La nueva normalidad llegó a la Semana Santa: Todo volvería a ser igual, todo sería diferente. Las caras pensativas de los costaleros ahora se ocultan tras una mascarilla que solo deja ver ojos con la mirada perdida, buscando fuerza en recuerdos y deseos.
Las rutinas se repiten, la localización cambia. Este año la Soledad no se ciñe a “el barrio”, la ermita del Calvario es sustituida por la concatedral de Santa María, desde donde partirá con destino a su casa tras dejar el cuerpo sin vida de su hijo atrás.
Tras recuperar todas las fuerzas posibles de alimentos, bebidas, pero sobre todo del cariño y los ánimos de familiares y amigos, volvemos a reunirnos en la plazoleta trasera de la concatedral.
Como cada año, el capataz pide por segunda vez en el día que nos hagamos la ropa. En su voz se refleja el sentimiento, el pesar por lo que sabe que nos está pidiendo. Poco a poco y sin saber muy bien por qué los cuerpos empiezan a obedecer, las manos vuelven a preparar un costal, aún caliente del esfuerzo de un puñado de minutos antes.
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